lunes, 12 de febrero de 2018

El mar

La primera vez que a Juana le importó que el mundo fuera redondo, fue en Pinamar con su papá.
Tenía once años, y en la escuela ya le habían hablado más de una vez de Colón. Pero como Juana tenía asuntos más interesantes en los que pensar, nunca había prestado demasiada atención a quién era ni por qué era tan importante una obviedad como que el mundo fuese redondo. Pero esa tarde en Pinamar, todo pareció cobrar un sentido que en el libro de historia no tenía.
Ya no había mucha gente en la playa porque era tarde; tarde para estar cerca del mar y tarde para estar de vacaciones. No quedaba nadie en Pinamar los veintilargos de febrero. “Tiene gusto a fin de fiesta”, decían siempre sus papás, pero se ve que en el fondo les gustarían los finales de fiesta, pensaba Juana, porque lo cierto era que todos los veranos seguían yendo en esa fecha. Ella no sentía ese famoso gusto. Para Juana era más bien como una fiesta propia. La playa estaba tranquila, había carpas vacías para meterse a jugar y cuando venía el atardecer y el sol empezaba a esconderse, Juana se sentaba en la orilla a mirar hasta que el mar se lo hubiera comido entero, y ese era un espectáculo solo de ella. No se lo compartía a nadie. A veces quizás a su papá, pero a nadie más.
-¿Sabés qué me gustaría a mí, Juani? -confesó él esa tarde- Subirme a un bote, empezar a remar y un día llegar a Australia.

Al principio Juana no entendió lo que quería decirle, pero después se acordó de todos sus maestros hablando de Colón y comprendió que el mundo no tenía esa forma en vano: era redondo y eso abría un inmenso abanico de posibilidades. Ahora Juana podía recorrerlo entero. En ese mismo momento, podía empezar a nadar y a alejarse de la costa, sabiendo que algún día a algún lado iba a llegar. Y cuando llegase miraría para atrás y podría ver a su papá saludándola a lo lejos desde la otra orilla, porque entonces el mundo no sólo sería redondo, sino también de ella. 

viernes, 5 de enero de 2018

Mate de Luna

-Podríamos alquilar un departamento sobre la calle Mate de Luna- bastó que su mamá dijera para que la imaginación de Camilo volase hasta los lugares más recónditos y extraños.
En la víspera de ese verano, sus papás estaban muy entusiasmados con el plan de vacaciones a Tucumán: ni ellos ni sus hijos habían ido nunca.
En la mente de Camilo, la Casa de la Independencia o el paseo a Tafí del Valle habían pasado a un rotundo segundo plano, desde que supo que visitaría una ciudad cuya avenida principal se llamaba Mate de Luna: solo gente muy simpática podía nombrar así a sus calles. ¿Por qué en Buenos Aires teníamos avenidas como Corrientes, 9 de Julio o Rivadavia y no “Torta de nubes”, “Bife de estrellas” o “Budín de dulce de leche”?
Por su ciudad, Camilo sabía que se podía encontrar cosas lindas, algunas muy lindas, pero al fin y al cabo, comunes y corrientes. En cambio en una calle con ese nombre, uno podía cruzarse con cualquier cosa. Podría haber lunas tomando mate, mates cebados con agua de luna o tal vez María Elena Walsh cantando la Chacarera de los gatos en la estrofa que a él más le gustaba: “con cautela muy gatuna cruzan la Mate de Luna”.
Tan ensimismado estaba Camilo en las confabulaciones acerca de qué lo estaría esperando en Tucumán, que decidió que tal vez la ocasión ameritara que empezase a tomar mate. Hizo un gran esfuerzo y, con más azúcar que yerba, logró tragarlo: estar a tono con las sorpresas de la Mate de Luna, valía ese sacrificio e infinitos más.
Sin embargo, para su desilusión, hacia fines de diciembre hubo un repentino cambio de planes y, ahuyentados por el calor tucumano, sus padres decidieron que sería mejor pasar ese verano en un lugar con una temperatura más amigable.
Rumbo a San Rafael, su mamá, que seguía sin entender el por qué del capricho con Tucumán, intentaba convencerlo de que en Mendoza las calles también podían ser muy bonitas. Pero claro, ella no comprendía que eran normales y sin gracia. Para eso era mejor quedarse en Buenos Aires.

Fuese o no las vacaciones siguientes, Camilo sabía que alguna vez sí conocería Tucumán y el encanto de su avenida principal. Pero el problema era que quizás, antes de que ese momento llegase, en algún libro de historia se toparía, por casualidad y sin querer, con el nombre Fernando Mate de Luna, colonizador español.