Marina tiene nueve años y va en el auto con su familia a la quinta de José C. Paz. Es un sábado soleado y caluroso, como todos
los que van. A su mamá no le gusta ir los días nublados porque no puede tomar
sol y a su papá no le gusta ir los domingos porque dice que se llena de gente.
Entones, al final, sólo se puede ir los sábados soleados.
Tardan como una hora en
llegar. En el auto, su papá y su mamá escuchan el programa de radio de siempre, que
se entrecorta a medida que se alejan de casa. Lucía va leyendo un libro y
entonces es ella la única que queda sin nada que hacer. Va mirando por la
ventanilla, y le gusta cuando pasan por Morón porque hay unas colinas sobre
las que la gente siempre hace picnics.
Cuando llegan a la
quinta, hacen las mismas cosas que todos los sábados. Van al vestuario, se ponen la malla, protector y va con Lucía a darse un
chapuzón mientras su papá hace el asado. En el almuerzo, su mamá se queja de que en
la zona de las mesas no hay suficiente sombra.
Después de comer, mientras
sus padres duermen la siesta y Lucía sigue leyendo, Marina se va a dar vueltas por
la quinta a conseguir a alguien con quien jugar. Como en lugar de amigos,
encuentra una rama con hojas tirada en el piso decide dedicar la tarde a
plantarla, fervientemente convencida de que va a seguir creciendo y un día va a
ser un árbol.
Muy ocupada en su empresa
jardinera está, cuando su mamá la interrumpe preguntando qué estaba haciendo y Marina le tiene que explicar que está plantando un árbol para que no haya tanto sol en
las mesas. Su mamá se ríe y ella no entiende por qué, si no le contó ningún chiste. De todas formas no le importa, porque no tiene dudas de
que el sábado siguiente su plantación va a estar más grande, y el otro más y para el verano
próximo quizás ya sea un árbol, enorme como todos los otros.
El sábado siguiente no
van a la quinta porque está nublado, y el otro tampoco, porque llueve. Al
siguiente ya es el último sábado de febrero y no hay tiempo de ir: hay que
preparar las mochilas para las clases que empiezan el lunes.
Durante ese año, sus padres cambian de obra social y les empiezan a cobrar entrada para ir a la quinta, así que deciden reemplazarla por una en Leloir. “Esta es mucho más cerca, la pileta
es más grande y no da el sol en las mesas”, se la pasa diciendo su mamá. Lo que ella no
entiende es que en la otra quinta, en su quinta, ya tampoco da el sol en las
mesas.