Viene caminando despacito, no porque vaya tan lento sino
porque sus pies son demasiado chiquitos todavía: necesita más de dos pasos para cubrir
una baldosa entera. Me pongo a pensar en cuánto habrá tardado en caminar las tres
cuadras desde el jardín. La mamá, paciente, le da la mano y lo espera cada vez
que decide treparse a alguno de los árboles que hay en la vereda.
Viene con uniforme y mochilita recién estrenados. Es tan
chiquito que el escudo del uniforme es casi del tamaño de todo su pecho y
posiblemente quepa entero adentro de la mochila desmedidamente grande que carga.
Viene callado y pensando, hasta que ve un árbol al que no se
puede resistir. De a poco empieza a trepar, y cuando no se puede aguantar más
la duda que lo está carcomiendo, finalmente le pregunta a su mamá: “¿Y yo voy a
ir ahí todos los días?”. Ella, con un
poco de miedo, esboza: “Sí, ¿te gusta la idea?”.
Vienen unos segundos de silencio. Segundos de misterio.
Viene por fin la respuesta: “me encanta”. La mamá feliz, lo
mira seguir trepándose al árbol, aunque todavía le falte mucho –mucho tiempo-
para llegar a la cima.