jueves, 16 de noviembre de 2017

Lluvia

No más de seis años tenía Sofía esa tarde de verano en que su papá la invitó a tomar un helado. No es que le gustase especialmente el helado, sino que era esa heladería la que tenía el encanto.
Allá bien al fondo, junto a una mesa arrinconada que a nadie se le ocurriría elegir había una enorme cortina que siempre permanecía cerrada. Sin embargo, lo alucinante era lo que tras ella se ocultaba: las tardes de verano, cerca de las cinco de la tarde, con sólo correrla un poquito, la heladería era invadida por la anaranjada luz de un sol de enero que ya comenzaba a guardarse. Capaz de encandilar a cualquiera, era ese sol lo que Sofía más disfrutaba de sus helados.
No podía entender como Oscar, el dueño, mantenía oculto bajo esos horribles trapos que osaba denominar cortinas, lo mejor que su heladería tenía para ofrecer (porque, había que decirlo, el helado dejaba bastante que desear). 
Sin embargo, lejos estaba ese jueves de lucir un sol incandescente como los que a Sofía le gustaban. Más bien todo lo contrario: había unas nubes negras que ya empezaban a anunciar la tormenta que se avecinaba. De todas formas, a pesar de no tener el atractivo de la ventana, Sofía se dedicó a disfrutar de su helado de frambuesa y limón.
Largo rato se quedaron una vez terminados sus helados, y la sobremesa posterior tampoco tuvo alguna conversación digna de ser recordada. Pese a eso, estar sentada comiendo helado de frambuesa y limón con su papá mientras miraban la lluvia por la ventana, era para Sofía un plan que superaba ampliamente sus expectativas de domingo.
Pasada una hora de silencio, Leonardo comprendió que por mucho que esperase iba a seguir lloviendo. Fue entonces que decidió emprender la vuelta. El camino a casa era corto, pero implicaba atravesar la plaza entera: fuesen por donde fuesen, la lluvia los encontraría.
En cuanto salieron a la calle y comenzaron a mojarse, a Sofía le surgió casi instintivamente empezar a correr para evitar la tormenta. Mientras corría, escuchó desde lejos a su papá que la llamaba. Venía atrás, muy atrás, caminando con su tranquilidad de siempre. Ella paró en la mitad de la plaza, esperando hasta que él la alcanzase.
-¿Por qué corrés, Sofía?
-Porque llueve –le contestó ella con el tono que se contestan las obviedades.
-¿Y?
-Que nos vamos a mojar.
-¿Y te vas a mojar menos porque vayas corriendo? Si ya estamos empapados.

Sin nada que contestar a ese argumento más que convincente, Sofía le dio la mano y juntos caminaron por la plaza hasta sentarse en el banco del medio. Y ahí se quedaron un rato, quién sabe cuánto rato, disfrutando de mojarse y de ver la lluvia caer en medio de otra de sus silenciosas conversaciones. 

sábado, 14 de octubre de 2017

Pies en la tierra

A Francisco le encantaba irse a dormir. Mientras casi todos sus amigos luchaban contra los relojes que indicaban que era la hora de acostarse, él esperaba ansioso que llegase ese momento. Nadie podía comprenderlo y siempre era motivo de burla para sus hermanos. Lo que ellos no entendían, es que en verdad, a Francisco le encantaba soñar.
Cuando dormía, vivía cosas increíbles. A veces, caminaba por las paredes de la escuela, otras era abanderado del grado o incluso hacía el gol con el que River salía campeón. Algunas noches, pocas, tomaba Nesquik con su abuelo Bernardo, a quien su papá siempre le había contado que se parecía tanto. Sin embargo, había un sueño que sin dudas era su preferido. Todos los días esperaba con ansias el momento de dormir para ver si esa vez le tocaría presenciarlo: Francisco amaba volar.
En sus sueños, surcaba los aires conociendo ciudades imponentes, atravesando mares misteriosos y subiendo hasta los picos de las montañas más altas. Cuando volaba, estaba allá arriba, alto en el cielo, y desde ahí todo parecía un poco menos malo. Las notas del boletín no eran preocupantes, las peleas de sus papás no se escuchaban y sus hermanos no llegaban a robarle la pelota. En el cielo, no había más que un mundo entero por delante para sobrevolar.
Hubo una noche, cuando Francisco tenía trece años, en que se soñó volando sobre el Parque Chacabuco, al que tanto cariño le tenía. Era donde su papá le había enseñado a andar en bicicleta, a donde iba a pasear cuando faltaba a la escuela y en donde estaba seguro que algún día le daría un beso a Sofía.
Sin embargo, esa vez el parque no estaba tan amigable como siempre. En el medio, bajo un árbol, su papá le gritaba a su mamá, por algún motivo que desde arriba no llegaba a entender. Francisco no comprendía bien qué pasaba, solamente escuchaba gritos, pero tanto lo desconcentraron de su vuelo que lo hicieron despertarse.
Cuando abrió los ojos en su cama, los gritos se seguían escuchando y Francisco empezó a sospechar que tal vez no viniesen del Parque Chacabuco sino del living de su casa. Enojado, cerró fuerte los ojos e intentó seguir volando, por el parque o por cualquier otro lugar, pero esa noche no pudo despegar de nuevo.

Poco a poco volvió a poder dormir y hasta incluso volvió soñar: el abuelo Bernardo, River, la bandera de la escuela o Sofía, entre varias otras escenas lo visitaban cada noche. Sin embargo, desde ese día, los pies de Francisco quedaron para siempre pegados al suelo. 

viernes, 22 de septiembre de 2017

El árbol de Marina

Marina tiene nueve años y va en el auto con su familia a la quinta de José C. Paz. Es un sábado soleado y caluroso, como todos los que van. A su mamá no le gusta ir los días nublados porque no puede tomar sol y a su papá no le gusta ir los domingos porque dice que se llena de gente. Entones, al final, sólo se puede ir los sábados soleados.
Tardan como una hora en llegar. En el auto, su papá y su mamá escuchan el programa de radio de siempre, que se entrecorta a medida que se alejan de casa. Lucía va leyendo un libro y entonces es ella la única que queda sin nada que hacer. Va mirando por la ventanilla, y le gusta cuando pasan por Morón porque hay unas colinas sobre las que la gente siempre hace picnics.
Cuando llegan a la quinta, hacen las mismas cosas que todos los sábados. Van al vestuario, se ponen la malla, protector y va con Lucía a darse un chapuzón mientras su papá hace el asado. En el almuerzo, su mamá se queja de que en la zona de las mesas no hay suficiente sombra.
Después de comer, mientras sus padres duermen la siesta y Lucía sigue leyendo, Marina se va a dar vueltas por la quinta a conseguir a alguien con quien jugar. Como en lugar de amigos, encuentra una rama con hojas tirada en el piso decide dedicar la tarde a plantarla, fervientemente convencida de que va a seguir creciendo y un día va a ser un árbol.
Muy ocupada en su empresa jardinera está, cuando su mamá la interrumpe preguntando qué estaba haciendo y Marina le tiene que explicar que está plantando un árbol para que no haya tanto sol en las mesas. Su mamá se ríe y ella no entiende por qué, si no le contó ningún chiste. De todas formas no le importa, porque no tiene dudas de que el sábado siguiente su plantación va a estar más grande, y el otro más y para el verano próximo quizás ya sea un árbol, enorme como todos los otros.
El sábado siguiente no van a la quinta porque está nublado, y el otro tampoco, porque llueve. Al siguiente ya es el último sábado de febrero y no hay tiempo de ir: hay que preparar las mochilas para las clases que empiezan el lunes.

Durante ese año, sus padres cambian de obra social y les empiezan a cobrar entrada para ir a la quinta, así que deciden reemplazarla por una en Leloir. “Esta es mucho más cerca, la pileta es más grande y no da el sol en las mesas”, se la pasa diciendo su mamá. Lo que ella no entiende es que en la otra quinta, en su quinta, ya tampoco da el sol en las mesas. 

viernes, 18 de agosto de 2017

Ana, la bici y la pelota

Durante muchos años, Manuel había vivido muy tranquilo jugando al fútbol días enteros y saliendo a andar en bici hasta lugares de los que no sabía cómo volver, porque ¿qué más podía uno necesitar en la vida que una pelota y una bici?

Pero un día fue 13 de junio y los 13 de junio Facundo cumplía años. Ese en particular, cumplía 15 años. Aunque solían ser las chicas quienes hacían fiestas para los 15, Miriam, su mamá, siempre había querido organizar una; sueño que había sido eternamente frustrado por haber tenido tres hijos varones. Sin embargo, siendo ese 13 de junio el cumpleaños de su hijo menor, había decidido que la fiesta de Facundo sería el evento del barrio. Rojo de vergüenza, Facundo se pasó semanas repartiendo invitaciones para gente que apenas  conocía. Tenía órdenes estrictas de su madre de aclararle a cada invitado que podía venir con amigos y amigas, hermanos y hermanas, novios y novias, primos y primas. Es que Miriam estaba convencida de que cuantos más mejor.

Ese 13 de Junio, cuando Manuel llegó a la casa en la que solía pasar jugando la mayor parte de sus sábados, no se encontró con los dos arcos de fútbol y la mesa de gaseosas que solía haber en el patio para los cumpleaños de Facundo. Esa vez, estaba transformado en una pista de baile, con luces de boliche y mucha -muchísima- gente bailando. A decir verdad, tampoco eran tantos los invitados, pero en comparación con los siete u ocho que solía haber, parecía que todo el barrio estaba esa noche en el patio de Facundo.

Cuando fue a saludar a sus amigos, se encontró con la no muy grata sorpresa de que estaban bailando. Y había algo aun peor: bailaban bien. Descubrir eso fue casi una traición a su amistad: ¿Desde cuándo sabían bailar sus amigos? ¿Quién les había enseñado? ¿Habían tomado clases y no le avisaron? ¿Acaso no fueron capaces de advertirle que para ese 13 de junio tenían pensado saber bailar? Manuel, muerto de vergüenza, empezó a intentar imitarlos, pero en cuanto se percató de su poca destreza rítmica decidió sentarse y empezar a comer empanaditas.

Mientras esperaba que se enfriase la humita, Manuel se distraía mirando la pista de baile: en el medio, tres o cuatro chicos intentando lucirse con unos pasitos bastante ridículos; en el fondo, sentados en las sillas de plástico, los raros del curso mirando obsesivamente sus celulares; a un costado, Facundo hablando a los gritos con sus primos; al otro lado, una secta de chicas bailando vergonzosamente mientras se acomodan maníacamente el pelo y se arreglan los pintalabios unas a otras.

De repente, como quien no quiere la cosa y sin pedir permiso a nadie, una ramificación del grupo de chicas se posa a bailar delante de Manuel. En líneas generales, hacían todas movimientos bastante parecidos, salvo una. Salvo una que es bien distinta. Ella baila en serio: baila y sólo baila, no se acomoda el pelo ni se arregla la pollera. No le importa que la miren y tampoco le importa que la ignoren. Sólo baila, y baila de verdad.

Tan absorto quedó Manuel en el movimiento de los hombritos que cuando ella se le acercó a preguntarle dónde había conseguido la empanada, él le contestó “Manuel”. Ella, riéndose, le dijo “Ana” y la miró irse en busca de la mesa de empanaditas.

En ese momento, ese 13 de junio, con esas simples palabras que Ana le había regalado, Manuel comprendió que ya nunca más le alcanzaría con la bici y la pelota.

lunes, 31 de julio de 2017

El nombre

Manuel siempre había pensado que a su primer hijo le pondría Fernando, como su papá. Estaba profundamente convencido de que los nombres se eligen por algo.
-Uno no puede elegir un nombre así como así, porque suena bien y punto –le decía siempre a su mamá cuando ella, harta de repetirlo, le explicaba nuevamente que se llamaba Manuel porque les había gustado el nombre.
La última vez que Manuel le preguntó a su mamá por qué tenía ese nombre, en la casa Serrat sonaba de fondo, cantando "Para la libertad". Fue entonces que ella, prestando más atención a la canción que a la pregunta de su hijo, pudo improvisar por fin una respuesta convincente.
-Te llamás así porque a papá y a mí nos gusta mucho Joan Manuel Serrat.
Manuel no tenía idea de quién era Joan Manuel Serrat, pero el hecho de que hubiese escrito una canción que hablaba sobre la libertad lo volvía digno de llevar su mismo nombre.
Por mucho tiempo, Manuel vivió así, sin hacerse más preguntas, y ciegamente convencido de que le debía su nombre a un músico que tenía una canción que refería a la libertad, y como Manuel amaba la libertad, estaba más que conforme con ello.

Sin embargo, hubo un día cuando estaba en quinto grado que la señorita Gabriela le explicó que había existido una persona que creó la bandera y entregó su vida luchando por una patria libre, y que además de todo –como si con eso no bastara- tuvo su mismo nombre. Desde ese instante y casi sin querer, Manuel estuvo seguro para siempre de que se llamaba así en honor a Manuel Belgrano. 

domingo, 9 de julio de 2017

Banderas

En la escuela primaria, a Malena le había enseñado su maestro Pablo que la bandera argentina tenía que estar siempre en condiciones. Esto significaba que si estaba en un mástil debía estar flameando, si estaba colgada en una pared debía estar bien extendida, si se trataba de una escarapela siempre al derecho y jamás chueca. A veces Pablo se ponía un poco fastidioso con el tema, pero había algo en la seriedad con la que lo decía, que hacía entender a Malena que era una cuestión importante, aunque no supiese bien por qué.

Ahora que Malena era grande, ya no se ocupaba de esos asuntos. Siempre tenía cosas más importantes que hacer y en una de ellas andaba, cuando casi sin querer se descubrió a sí misma caminando por la vereda de la escuela. Al principio no la miró, o hizo como que no la miraba, pero se dio cuenta de que ahí estaba y no había salida: ya la había visto de reojo y tenía entonces el deber de detenerse por lo menos un segundo a reparar en ella 

Era de noche y hacía frío; eso le daba a la escuela un aire distinto. Malena la conocía con los colores del día, el sol alumbrando la entrada y gritos provenientes del patio, pero de noche era distinta. En la puerta, bandejas blancas de telgopor en las que los chicos habían pintado banderas de Argentina. Era 9 de Julio, recordó. Es que desde que no llevaba en su pecho una escarapela que enderezar, a veces se le pasaban las fechas patrias.

Reparó en que una de las banderitas estaba dada vuelta. Apurada en sus asuntos importantes, intentó seguir caminando, pero no pudo: por segunda vez en la noche, entendió que no había escapatoria. Cuando acomodó la bandera, la sorprendieron la brillantina celeste y un sol dorado que iluminaron la escuela devolviéndole su color original, aunque fuera de noche e hiciera frío.

Quizás al día siguiente alguien se percataría de que las banderas estaban sorprendentemente prolijas como para haber pasado a la intemperie una noche de lluvia. 

O quizás no.

Pero no era esa la cuestión, porque Malena le había prometido a Pablo que siempre mantendría las banderas argentinas en condiciones, aunque tuviera asuntos más importantes de los que ocuparse. 


viernes, 24 de febrero de 2017

Primer día

Viene caminando despacito, no porque vaya tan lento sino porque sus pies son demasiado chiquitos todavía: necesita más de dos pasos para cubrir una baldosa entera. Me pongo a pensar en cuánto habrá tardado en caminar las tres cuadras desde el jardín. La mamá, paciente, le da la mano y lo espera cada vez que decide treparse a alguno de los árboles que hay en la vereda.  

Viene con uniforme y mochilita recién estrenados. Es tan chiquito que el escudo del uniforme es casi del tamaño de todo su pecho y posiblemente quepa entero adentro de la mochila desmedidamente grande que carga.

Viene callado y pensando, hasta que ve un árbol al que no se puede resistir. De a poco empieza a trepar, y cuando no se puede aguantar más la duda que lo está carcomiendo, finalmente le pregunta a su mamá: “¿Y yo voy a ir ahí todos los días?”.  Ella, con un poco de miedo, esboza: “Sí, ¿te gusta la idea?”.

Vienen unos segundos de silencio. Segundos de misterio.


Viene por fin la respuesta: “me encanta”. La mamá feliz, lo mira seguir trepándose al árbol, aunque todavía le falte mucho –mucho tiempo- para llegar a la cima.