No más de seis años tenía
Sofía esa tarde de verano en que su papá la invitó a tomar un helado. No es que le gustase especialmente el helado, sino que era esa heladería la que
tenía el encanto.
Allá bien al fondo, junto a
una mesa arrinconada que a nadie se le ocurriría elegir había una enorme
cortina que siempre permanecía cerrada. Sin embargo, lo alucinante era lo que tras ella se ocultaba: las tardes de verano, cerca de las
cinco de la tarde, con sólo correrla un poquito, la heladería era invadida por
la anaranjada luz de un sol de enero que ya comenzaba a guardarse. Capaz de
encandilar a cualquiera, era ese sol lo que Sofía más disfrutaba de sus
helados.
No podía entender como
Oscar, el dueño, mantenía oculto bajo esos horribles trapos que osaba denominar
cortinas, lo mejor que su heladería tenía para ofrecer (porque, había que
decirlo, el helado dejaba bastante que desear).
Sin embargo, lejos estaba
ese jueves de lucir un sol incandescente como los que a Sofía le gustaban. Más
bien todo lo contrario: había unas nubes negras que ya empezaban a anunciar la
tormenta que se avecinaba. De todas formas, a pesar de no tener el atractivo de
la ventana, Sofía se dedicó a disfrutar de su helado de frambuesa y limón.
Largo rato se quedaron una
vez terminados sus helados, y la sobremesa posterior tampoco tuvo alguna conversación
digna de ser recordada. Pese a eso, estar sentada comiendo helado de frambuesa
y limón con su papá mientras miraban la lluvia por la ventana, era para Sofía
un plan que superaba ampliamente sus expectativas de domingo.
Pasada una hora de silencio, Leonardo comprendió que por mucho que esperase iba a seguir
lloviendo. Fue entonces que decidió emprender la vuelta. El camino a casa era
corto, pero implicaba atravesar la plaza entera: fuesen por donde fuesen, la
lluvia los encontraría.
En cuanto salieron a la calle
y comenzaron a mojarse, a Sofía le surgió casi instintivamente empezar a correr
para evitar la tormenta. Mientras corría, escuchó desde lejos a su papá que la
llamaba. Venía atrás, muy atrás, caminando con su tranquilidad de siempre. Ella
paró en la mitad de la plaza, esperando hasta que él la alcanzase.
-¿Por qué corrés, Sofía?
-Porque llueve –le contestó
ella con el tono que se contestan las obviedades.
-¿Y?
-Que nos vamos a mojar.
-¿Y te vas a mojar menos
porque vayas corriendo? Si ya estamos empapados.
Sin nada que contestar a ese
argumento más que convincente, Sofía le dio la mano y juntos caminaron por la
plaza hasta sentarse en el banco del medio. Y ahí se quedaron un rato, quién
sabe cuánto rato, disfrutando de mojarse y de ver la lluvia caer en medio de
otra de sus silenciosas conversaciones.