A Francisco le encantaba
irse a dormir. Mientras casi todos sus amigos luchaban contra los relojes que
indicaban que era la hora de acostarse, él esperaba ansioso que llegase
ese momento. Nadie podía comprenderlo y siempre era motivo de burla para sus hermanos. Lo que ellos no entendían, es que en verdad, a Francisco le encantaba
soñar.
Cuando dormía, vivía cosas
increíbles. A veces, caminaba por las paredes de la escuela, otras era
abanderado del grado o incluso hacía el gol con el que River salía campeón.
Algunas noches, pocas, tomaba Nesquik con su abuelo Bernardo, a quien su papá
siempre le había contado que se parecía tanto. Sin embargo, había un sueño que
sin dudas era su preferido. Todos los días esperaba con ansias el momento de
dormir para ver si esa vez le tocaría presenciarlo: Francisco amaba volar.
En sus sueños, surcaba los
aires conociendo ciudades imponentes, atravesando mares misteriosos y subiendo
hasta los picos de las montañas más altas. Cuando volaba, estaba allá arriba,
alto en el cielo, y desde ahí todo parecía un poco menos malo. Las notas del
boletín no eran preocupantes, las peleas de sus papás no se escuchaban y sus
hermanos no llegaban a robarle la pelota. En el cielo, no había más que un
mundo entero por delante para sobrevolar.
Hubo una noche, cuando
Francisco tenía trece años, en que se soñó volando sobre el Parque Chacabuco,
al que tanto cariño le tenía. Era donde su papá le había enseñado a andar en
bicicleta, a donde iba a pasear cuando faltaba a la escuela y en donde
estaba seguro que algún día le daría un beso a Sofía.
Sin embargo, esa vez el
parque no estaba tan amigable como siempre. En el medio, bajo un árbol, su papá
le gritaba a su mamá, por algún motivo que desde arriba no llegaba a
entender. Francisco no comprendía bien qué pasaba, solamente escuchaba
gritos, pero tanto lo desconcentraron de su vuelo que lo hicieron despertarse.
Cuando abrió los ojos en su
cama, los gritos se seguían escuchando y Francisco empezó a sospechar que tal
vez no viniesen del Parque Chacabuco sino del living de su casa. Enojado,
cerró fuerte los ojos e intentó seguir volando, por el parque o por cualquier
otro lugar, pero esa noche no pudo despegar de nuevo.
Poco a poco volvió a poder dormir
y hasta incluso volvió soñar: el abuelo Bernardo, River, la bandera de la
escuela o Sofía, entre varias otras escenas lo visitaban cada noche. Sin
embargo, desde ese día, los pies de Francisco quedaron para siempre pegados al
suelo.