Durante muchos años, Manuel había vivido muy tranquilo
jugando al fútbol días enteros y saliendo a andar en bici hasta lugares de los
que no sabía cómo volver, porque ¿qué más podía uno necesitar en la vida que
una pelota y una bici?
Pero un día fue 13 de junio y los 13 de junio Facundo
cumplía años. Ese en particular, cumplía 15 años. Aunque solían
ser las chicas quienes hacían fiestas para los 15, Miriam, su mamá,
siempre había querido organizar una; sueño que había sido eternamente frustrado por haber tenido tres hijos varones. Sin embargo, siendo ese 13 de junio el
cumpleaños de su hijo menor, había decidido que la fiesta de Facundo sería el
evento del barrio. Rojo de vergüenza, Facundo se pasó semanas repartiendo
invitaciones para gente que apenas conocía. Tenía órdenes estrictas de su madre
de aclararle a cada invitado que podía venir con amigos y amigas, hermanos y
hermanas, novios y novias, primos y primas. Es que Miriam estaba convencida de
que cuantos más mejor.
Ese 13 de Junio, cuando Manuel llegó a la casa en la que
solía pasar jugando la mayor parte de sus sábados, no se encontró con los dos
arcos de fútbol y la mesa de gaseosas que solía haber en el
patio para los cumpleaños de Facundo. Esa vez, estaba transformado en una pista de baile, con luces de boliche
y mucha -muchísima- gente bailando. A decir verdad, tampoco eran tantos los
invitados, pero en comparación con los siete u ocho que solía haber, parecía
que todo el barrio estaba esa noche en el patio de Facundo.
Cuando fue a saludar a sus amigos, se encontró con la no
muy grata sorpresa de que estaban bailando. Y había algo aun peor: bailaban
bien. Descubrir eso fue casi una traición a su amistad: ¿Desde cuándo sabían
bailar sus amigos? ¿Quién les había enseñado? ¿Habían tomado clases y no le
avisaron? ¿Acaso no fueron capaces de advertirle que para ese 13 de junio
tenían pensado saber bailar? Manuel, muerto de vergüenza, empezó a intentar
imitarlos, pero en cuanto se percató de su poca destreza rítmica decidió
sentarse y empezar a comer empanaditas.
Mientras esperaba que se enfriase la humita, Manuel se
distraía mirando la pista de baile: en el medio, tres o cuatro chicos
intentando lucirse con unos pasitos bastante ridículos; en el fondo, sentados
en las sillas de plástico, los raros del curso mirando obsesivamente sus
celulares; a un costado, Facundo hablando a los gritos con sus primos; al otro
lado, una secta de chicas bailando vergonzosamente mientras se acomodan
maníacamente el pelo y se arreglan los pintalabios unas a otras.
De repente, como quien no quiere la cosa y sin pedir
permiso a nadie, una ramificación del grupo de chicas se posa a bailar delante
de Manuel. En líneas generales, hacían todas movimientos bastante parecidos,
salvo una. Salvo una que es bien distinta. Ella baila en serio: baila
y sólo baila, no se acomoda el pelo ni se arregla la pollera. No le importa que
la miren y tampoco le importa que la ignoren. Sólo baila, y baila de verdad.
Tan absorto quedó Manuel en el movimiento de los
hombritos que cuando ella se le acercó a preguntarle dónde había conseguido la
empanada, él le contestó “Manuel”. Ella, riéndose, le dijo “Ana” y la miró irse
en busca de la mesa de empanaditas.
En ese momento, ese 13 de junio, con esas simples
palabras que Ana le había regalado, Manuel comprendió que ya nunca más le
alcanzaría con la bici y la pelota.
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