viernes, 18 de agosto de 2017

Ana, la bici y la pelota

Durante muchos años, Manuel había vivido muy tranquilo jugando al fútbol días enteros y saliendo a andar en bici hasta lugares de los que no sabía cómo volver, porque ¿qué más podía uno necesitar en la vida que una pelota y una bici?

Pero un día fue 13 de junio y los 13 de junio Facundo cumplía años. Ese en particular, cumplía 15 años. Aunque solían ser las chicas quienes hacían fiestas para los 15, Miriam, su mamá, siempre había querido organizar una; sueño que había sido eternamente frustrado por haber tenido tres hijos varones. Sin embargo, siendo ese 13 de junio el cumpleaños de su hijo menor, había decidido que la fiesta de Facundo sería el evento del barrio. Rojo de vergüenza, Facundo se pasó semanas repartiendo invitaciones para gente que apenas  conocía. Tenía órdenes estrictas de su madre de aclararle a cada invitado que podía venir con amigos y amigas, hermanos y hermanas, novios y novias, primos y primas. Es que Miriam estaba convencida de que cuantos más mejor.

Ese 13 de Junio, cuando Manuel llegó a la casa en la que solía pasar jugando la mayor parte de sus sábados, no se encontró con los dos arcos de fútbol y la mesa de gaseosas que solía haber en el patio para los cumpleaños de Facundo. Esa vez, estaba transformado en una pista de baile, con luces de boliche y mucha -muchísima- gente bailando. A decir verdad, tampoco eran tantos los invitados, pero en comparación con los siete u ocho que solía haber, parecía que todo el barrio estaba esa noche en el patio de Facundo.

Cuando fue a saludar a sus amigos, se encontró con la no muy grata sorpresa de que estaban bailando. Y había algo aun peor: bailaban bien. Descubrir eso fue casi una traición a su amistad: ¿Desde cuándo sabían bailar sus amigos? ¿Quién les había enseñado? ¿Habían tomado clases y no le avisaron? ¿Acaso no fueron capaces de advertirle que para ese 13 de junio tenían pensado saber bailar? Manuel, muerto de vergüenza, empezó a intentar imitarlos, pero en cuanto se percató de su poca destreza rítmica decidió sentarse y empezar a comer empanaditas.

Mientras esperaba que se enfriase la humita, Manuel se distraía mirando la pista de baile: en el medio, tres o cuatro chicos intentando lucirse con unos pasitos bastante ridículos; en el fondo, sentados en las sillas de plástico, los raros del curso mirando obsesivamente sus celulares; a un costado, Facundo hablando a los gritos con sus primos; al otro lado, una secta de chicas bailando vergonzosamente mientras se acomodan maníacamente el pelo y se arreglan los pintalabios unas a otras.

De repente, como quien no quiere la cosa y sin pedir permiso a nadie, una ramificación del grupo de chicas se posa a bailar delante de Manuel. En líneas generales, hacían todas movimientos bastante parecidos, salvo una. Salvo una que es bien distinta. Ella baila en serio: baila y sólo baila, no se acomoda el pelo ni se arregla la pollera. No le importa que la miren y tampoco le importa que la ignoren. Sólo baila, y baila de verdad.

Tan absorto quedó Manuel en el movimiento de los hombritos que cuando ella se le acercó a preguntarle dónde había conseguido la empanada, él le contestó “Manuel”. Ella, riéndose, le dijo “Ana” y la miró irse en busca de la mesa de empanaditas.

En ese momento, ese 13 de junio, con esas simples palabras que Ana le había regalado, Manuel comprendió que ya nunca más le alcanzaría con la bici y la pelota.

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