-Podríamos alquilar un departamento sobre la
calle Mate de Luna- bastó que su mamá dijera para que la imaginación de Camilo
volase hasta los lugares más recónditos y extraños.
En la víspera de ese verano, sus papás
estaban muy entusiasmados con el plan de vacaciones a Tucumán: ni ellos ni sus
hijos habían ido nunca.
En la mente de Camilo, la Casa de la
Independencia o el paseo a Tafí del Valle habían pasado a un rotundo segundo
plano, desde que supo que visitaría una ciudad cuya avenida principal se
llamaba Mate de Luna: solo gente muy simpática podía nombrar así a sus calles.
¿Por qué en Buenos Aires teníamos avenidas como Corrientes, 9 de Julio o
Rivadavia y no “Torta de nubes”, “Bife de estrellas” o “Budín de dulce de leche”?
Por su ciudad, Camilo sabía que se podía
encontrar cosas lindas, algunas muy lindas, pero al fin y al cabo, comunes y
corrientes. En cambio en una calle con ese nombre, uno podía cruzarse con
cualquier cosa. Podría haber lunas tomando mate, mates cebados con agua de luna
o tal vez María Elena Walsh cantando la Chacarera de los gatos en la estrofa
que a él más le gustaba: “con cautela muy
gatuna cruzan la Mate de Luna”.
Tan ensimismado estaba Camilo en las
confabulaciones acerca de qué lo estaría esperando en Tucumán, que decidió que
tal vez la ocasión ameritara que empezase a tomar mate. Hizo un gran esfuerzo y,
con más azúcar que yerba, logró tragarlo: estar a tono con las sorpresas de la
Mate de Luna, valía ese sacrificio e infinitos más.
Sin embargo, para su desilusión, hacia
fines de diciembre hubo un repentino cambio de planes y, ahuyentados por el
calor tucumano, sus padres decidieron que sería mejor pasar ese verano en un
lugar con una temperatura más amigable.
Rumbo a San Rafael, su mamá, que seguía sin entender el
por qué del capricho con Tucumán, intentaba convencerlo de que en Mendoza las calles también podían ser muy bonitas. Pero claro, ella no comprendía que eran normales y sin gracia. Para eso era mejor quedarse
en Buenos Aires.
Fuese o no las vacaciones siguientes, Camilo
sabía que alguna vez sí conocería Tucumán y el encanto de su avenida principal.
Pero el problema era que quizás, antes de que ese momento llegase, en algún libro
de historia se toparía, por casualidad y sin querer, con el nombre Fernando Mate
de Luna, colonizador español.
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